martes, 22 de julio de 2014

UN DÍA DE JULIO

Entre las fiestas de Zazuar, el pueblo de la señora de uno, de uno que soy yo, y la partida anual hacia Celorio, en Asturias, hay unos días de calma chicha que, recién comenzado el verano (apenas van dos semanas de dos meses más la discontinua propina de septiembre, no menos verano que el verano), saben a gloria. Han querido las cosas venir de manera que estoy en mi pueblo de rodríguez y en el paterno hogar, y no me ha quedado otra que intentar hacer bueno aquel refrán de “perro solo bien se lame”. Con respeto siempre. Tal día como hoy hace unas horas pasé por la biblioteca a leer los suplementos del fin de semana, cada vez más insípidos, más parcos en poesía. Ya ni leo los disparates de Ansón. He pasado luego por Alejandría y he coincidido con Avelino Fierro, que presentó su diario el jueves. He tomado un café con él y con Paco, el librero. Buena gente. Avelino lamenta la imprevisión del editor, que llevó tan pocos ejemplares que hubo quien queriendo comprar el libro se quedó sin él. Con todo, uno de esos personajes inquietos y bulliciosos que echan a rodar las cosas, por más que en la presentación se equivocara por dos veces al nombrar la casa que acogía el acto. Me llevo de la librería (rara vez me voy de vacío) un librín de Pablo d´Ors, Biografía del silencio.

Después de comer me ha apetecido bajar a tomar un café a La capuchina, cosa rara. He supuesto que aún no habría llegado el aparato de murmuradoras que, en número de cuatro o cinco, se dedican mañana, tarde y noche a desgranar la actualidad del barrio y el país. Lo hacen con la animosidad propia de las gentes ociosas, sin oficio ni beneficio, un tanto frustradas. Todo está mal. Sobra decir que son auténticas chimeneas y que encienden un cigarro en otro. Un día mi sobrina, de seis años, me preguntó, Sergio, ¿estas señoras trabajan aquí? Así pues, a las alegres comadres de Windsor les han salido unas curiosas émulas, las indignadas comadres de san Francisco. Me cuentan la irritación que causó a una de ellas una ráfaga de aire que entrole por el costado como si de la afilada hoja de un cuchillo se tratase. Ya se sabe, si hace calor porque hace calor, si no lo hace porque no lo hace. ¡Qué verano!, reburdió. ¡Qué país!, debió haber contestado mi informador. Antes de bajar había mirado por la terraza. Aún no habían llegado. Al salir, tras la aprensiva mirada al consuetudinario recibimiento de colillas y servilletas al lado del portal, me siento y pido el café. Aun así no estoy a gusto. En tan estrecha acera la observación inherente al terraceo deviene descarada. Termino, cruzo la calle y entro en el parque, que es como una prolongación de la terraza. He bajado un libro. Me siento a la sombra, leo un par de poemas y cambio de banco. Camino despacio sin dejar de leer. Me siento de nuevo. Al final de cada poema levanto la cabeza como hacen las gallinas picasuelos para que les pase mejor la comida. En poco tiempo cruzan bellos ejemplares femeninos. También los miran los ancianos de los bancos cercanos. Comentan, ríen a veces. Nunca habrían podido imaginar que se llegara tan lejos. Lo de la ropa femenina de verano es demasiado, sobre todo esos pantalones cortos que parecen culotes, tan altos que por detrás a veces dejan ver el pliegue de las nalgas, como una sonrisa que parece promesa. Tenebrista contrapunto, pasa una rebumbante comitiva de gitanonas condenadas al negro como un heavy. Neptuno, en mitad de la plaza, ve, oye y calla. Las palomas y los gorriones beben de la taza o cagan tranquilamente sobre los angelotes, no menos ensimismados que el patrón.

Vuelvo a casa y anoto estas impresiones ligeras. Los plátanos y castaños del parque parecen al alcance de la mano. Este año ha anidado una pareja de turcas y hemos podido seguir sus evoluciones desde la terraza. Salgo a dar un paseo. Voy directamente, como casi siempre, hacia la plaza del Grano. Parece que la tormenta por la enésima amenaza de remodelación ha pasado. Camino luego al tuntún. Como si fuera el protagonista de una novela de Gonzalo Suárez, decido seguir a una joven. Pero va demasiado rápido y pronto cambio de objetivo. Total... Ahora son dos chicas con un perro rata. Juraría que sus manos se rozan alguna vez, lo que añade nuevo y sustancioso aliciente a la cosa. Al cruzar la plaza de Regla e internarse en una de esas solitarias callejuelas del barrio de santa Marina, pienso que como el perro se pare ellas se girarán y me verán y no sabré disimular. Sería lamentable que me pusiera entonces a atarme un cordón, así que abandono la farsa detectivesca.

Llega la noche y apetece salir. Quedo con Tavo en el Local. A primera hora, las doce, no hay apenas gente. La música es aún pasable. Luego llega alguno que, sin ser amigo, comparte gustos y aficiones nocturnas. Nos juntamos. Nelson, “caboberciano” según Tavo, llega acelerado. Al pedirle un papel a este, le responde “¿Qué me has visto, cara de Almodóvar o qué?” Los camareros son dos hermanos que dan miedo. Arañones, los llama mi amigo. Al mayor, Pichi, según pasan las horas se le va entendiendo menos. Las visitas a la rebotica tienen la culpa. Una lástima, porque no he conocido a nadie tan ingenioso ni tan rápido, con la gracia añadida de que nunca se ríe. Tiene 48 años. Nos habla de la noche leonesa en sus tiempos de empezar a salir (más o menos los 80). “Había conciertos buenos todas las semanas. Y discotecas, la Mandrágora, la Tropicana, otra sala que había después de Antibióticos... cómo se llamaba..., y luego el Húmedo, claro.” El pequeño, Miguel, aparece por la calle a eso de la una con una caja de cartón en la cabeza. “Dejáis entrar a cualquiera”, dice Tavo a Pichi, que ha salido a fumar. Cuando su hermano sale, ya con las greñas al viento, Pichi, que parece que se ha quedado en la parra, mirando un punto fijo, de repente murmura: “la rebequina”. Miramos entonces a su hermano, que lleva una chaqueta de punto incalificable, inconcebible en alguien tan dejado. “Buen trabajo te han hecho las polillas”, le digo. “Las polillas... ¡la carcoma!, ¡la carcoooma!” Van cayendo los minutos y aun las horas. Aparece Perales, buen conversador. Entre dos razones se mesa la luenga barba, que hace un curioso maridaje con el frontal despejado y la melena de león famélico. A Nelson le da una ventolera y se va dejando la cerveza casi llena. De repente suena una balada no menos inconcebible que la rebequina. “Romántico estás”, le digo a Pichi. “Qué romántico ni qué cojones, lo que quiero es cerrar.” Queda un tercer camarero ajeno al clan. “Es muy así, pero buen chaval”, dice Tavo. Al parar la música sale de la barra y empieza a recoger vasos y botellines. “Segundo round”, dice como para sí. Salimos. Tavo y Perales van a tomar la última en La Galocha. Yo doblo por no estropear más un buen día, el de mañana.


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