lunes, 25 de agosto de 2014

DIARIO DE URRIELLU, y III

Salgo del refugio a ver el día. Hace un viento fuerte y unas nubes lúgubres amenazan tormenta. Quiero rodear el Naranjo subiendo por la canal del Lebaniego y la collada Bonita y bajando por la canal de la Celada hasta el refugio, donde cojo el resto de las cosas y me vuelvo no sé si a la civilización o a la barbarie. Primero hay que llegar a un collado con una gran roca en forma de dedo. Intento ir ganando altura por un pedrero, pero el aire prácticamente me tira. Tengo que caminar casi a rastras. Si me vieran mis alumnos en posición tan ridícula perdería de un plumazo toda mi credibilidad. Pasado ese primer collado el camino está menos expuesto, pero es una tirada larga. Ya en la parte alta de la canal, los últimos metros antes del collado del Lebaniego son los de esa expectación nerviosa por la panorámica que se entregará de golpe, vivificante como la brisa promisora de cumbre. Tengo la suerte de ver el camino que tengo que seguir justo antes de que se eche una niebla oscura y se ponga a granizar. Tengo que bajar por el nevero de un hoyo hasta la mitad y luego ir girando a la izquierda hacia la collada Bonita. Pasa la nube. Llego a la estrecha horcada, como un empinado pasillo al final del que va asomando a cada paso la cara sureste del Naranjo. El cielo está abriendo y se ve a la derecha del Picu la collada de la Celada, ya terreno conocido. Me recuesto en una abrigada entre dos rocas y como. Me rodea un circo mondo de roca caliza. Gran fuerza. Me siento tan plenamente acompañado, y a la vez tan contento por dormir hoy en casa, que, como Romeo en su sueño, creo que podría volar. Bajando por la Celada, rodeando la mole, canto una canción, pero el subconsciente me acaba llevando siempre a otra que estuvo de moda un verano, ridícula, de esas que se pegan como el chicle a los zapatos. Vuelve a llover, pero ya es una lluvia mansa e inofensiva. Llego al refugio, recojo y sin entretenerme sigo bajando hacia Pandébano, a dos horas, donde tengo el coche. Aún es pronto. Entre los que suben me cruzo con un grupo de cuatro jóvenes. Una de ellas está derrengada. Los otros la intentan convencer de que coma. No está de humor para escucharles. Me vais a perdonar que me meta donde no me llaman, le digo, pero tienen razón, tienes que comer antes de que te dé la pájara. Como los ciclistas, que están todo el rato metiendo. Aunque sea un plátano, un poco de chocolate. Para mi sorpresa, empieza a comer la barrita energética que le alcanzan. Venga, que en media hora estáis en el refugio, me despido. Sigo mi camino aún más contento. Empieza a llover con más fuerza. Las cabras no están en el camino, gracias a Dios. Las hayas cerca de la Terenosa exhalan una niebla como quien ríe. Voy tan empapado que ya me da igual la lluvia. Paladeo los próximos placeres que me aguardan, el cambio de ropa (hay una muda seca esperándome en el maletero) y la intimidad del coche, con un viaje largo por delante, un asiento que me parecerá un trono después de tanta piedra culera, y mi música. 

Bajando por la pista se da un cambio importante en el cuenta kilómetros, nada menos que de cinco dígitos: 350000. Maravilloso. Ya en la carretera de Sotres a Poncebos, con la ventanilla y el cielo abiertos, viene a despedirme un pájaro de canto monótono y agudo. “Adiós, compañero, hasta la vista”. Pero se ve que no quiere que me vaya y me sigue. Advierto entonces que sólo canta en las curvas a izquierda. Otra vez la dirección. Luego ya se sabe, eso tan remoto que llamamos realidad, la recurrente procesión de los días. Pero quien lleva el paso se diría otro, y sin embargo más él.

viernes, 22 de agosto de 2014

DIARIO DE URRIELLU, II

Al segundo día me propongo subir desde el refugio de Cabrones hasta la collada de don Carlos, de ahí a la de Santa Ana y a la collada Bonita, y bajar por la canal de la Celada al refugio de Urriello, donde ayer he tenido que dejar las cosas debajo de la escalera (como no iba a dormir en él, el guarda no me ha dado una taquilla). Parece mucha tela, pero los días son largos y a las nueve, ya desayunado, estoy caminando. La subida que bordea el sombrío glaciar del Jou Negro es preciosa. También el llaneo hasta la base de Torrecerredo. Luego hay que atravesar unos neveros que tienen bastante caída. La nieve da confianza, ni dura ni demasiado blanda. La tensión desaparece al llegar al collado. Toca comer algo y disfrutar de la bajada, de a hecho por el nevero del Jou Carnizoso. Este desemboca en el Jou sin Tierre. Dudo sobre si seguir la ruta planeada o ir directamente al refugio. De momento llego hasta el inicio del Jou de los Boches. Desde ahí se ve el collado de santa Ana. Es una buena tirada. Nada. Mañana.

Doy la vuelta hacia al refugio del Picu, donde me espera ropa seca y limpia y un par de horas de asueto antes de la cena. A la derecha, hacia el cordal del Naranjo, veo una canal que podría acortar la excursión de mañana, que consiste en rodear el Naranjo. Tendré tiempo para mirar planos y preguntar. Allí vuelvo a coincidir con los de Burgos. Este reencuentro me recuerda otro, en el mismo lugar hace dos años, con un vasco y una mejicana, del que nació un poema a la amistad en la montaña. Este refugio está mucho mejor acondicionado. Tiene dos pisos. En el de abajo están el comedor y los servicios. Arriba, las habitaciones. Una estufa de pellet mantiene caliente el comedor y sube el calor a los radiadores de los dormitorios. Viene una ensalada de pasta deliciosa, con mucha cebolla. Luego menestra y yogur. Hay una mesa larga con dos docenas de chicos jóvenes del cuerpo de la escuela militar de montaña del Ejército, que están haciendo prácticas de escalada. Me toca dormir con ellos. Aún de día, ya estamos unos cuantos en la cama. Los otros van llegando de pocos en pocos, y no me duermo. Hay uno que hace sonar los pedos. Los otros le ríen los primeros. Otro empieza a roncar, pero lo hace a un volumen tan bajo que no molesta; al contrario, se diría que arrulla. Cuando suena el primer despertador, a las siete, me levanto. Doy los buenos días a mi vecino de catre, que se está calzando. Me mira con cara de haber dormido mal y no contesta, y ya imagino que les he dado la noche a los veinticinco miembros del EMMOE, tan majos. Nadie es perfecto. 

martes, 19 de agosto de 2014

DIARIO DE URRIELLU, I

El Saxo sube sin problemas por la pista que une las invernales de Sotres con Pandébano, y yo sin la preocupación de que lo raye un poco más una rama, de coger un bache más o menos rápido. Ventajas de los coches viejos. ¿Metemos primera?, le pregunto. Responde con unas toses. Meto primera. No pasa nada, no es desdoro, le tranquilizo, y ya arriba, eres el mejor coche que tendré nunca. Le doy ánimos porque estará tres días al raso y sin moverse. El tiempo es perfecto, nubes y claros y de vez en cuando un refrescante lametón de niebla. Ordeno la mochila, que pesa demasiado. En el refugio de Urriellu, que tomaré como campamento base, dejaré algunas cosas y tiraré con lo del día. Empiezo a caminar. En el collado me espera la más sugestiva imagen de la felicidad. No concibo una alegría mayor que la del ternerín tumbado junto a la madre (si acaso la del toro que hace lo propio después de haber cumplido con su trabajo).

En el monte aun el mismo lugar es siempre distinto. El matiz con que se da el paisaje nunca es el mismo, ni la luz. Tampoco nosotros lo recibimos igual, por no hablar de lo olvidado, de distancias que falseaba la memoria. Paso entre las majadas de la Terenosa. Voy solo pero bien acompañado. En animado soliloquio me entretengo. Voy guardando estas impresiones en la grabadora del móvil. También hablo con las cabras que me salen al paso en el collado Vallejo. Siempre hay en los rebaños dos o tres más resabiadas que se acercan atraídas por la sal del sudor. En cuanto las otras ven que no les sucede nada las imitan. “Vaya hombre, ya estamos. Fuera, sois muy pesadas”. Y luego a una, “te pareces a J., un alumno que tuve”; a otra, “vaya tetas que tienes, ¿no?, ¿eso es normal?” Me siguen como al flautista de Hamelin. En fin, mejor cabras que ratas. De vez en cuando miro para atrás para comprobar que no me siguen, por más que el sonido de sus esquilas denote lo contrario. Pero acaso lo entiendan como una invitación. Acelero resuelto a no volver la vista. Sólo la más cerril insiste. Sentir la humedad de su aliento en la mano ya es demasiado. “No tengo nada para ti, no te quiero tirar una piedra, fuera.” Tiro una piedra cerca para asustarla. Vano intento: se acerca a ella con curiosidad y lame las trazas de sal que ha dejado mi mano. Parece bastarle. El verde va cediendo a la caliza. Oigo a un colirrojo, pájaro al que últimamente escucho en todas partes. ¿Será siempre el mismo (como el ruiseñor de Keats), que me persigue para recordarme lo que tenemos pendiente, ese nuestro poema a medias? Me cruzo con los que bajan del refugio. En el monte la gente se saluda, cruza unas palabras, pregunta por la ruta. Venir aquí es un rearme personal, pero también social. Venga, que arriba está bueno, me dice uno de los que bajan, y me conmueve ese deseo de proporcionar una pequeña alegría, de anticipar el sol que aún oculta la niebla. Me alcanzan un adolescente y su padre. “Vaya ritmo traéis.” Este, que es una liebre, contesta el hombre. "Se está vengando de la caña que le he dado todos estos años, el cabrón." Podríamos ser mi padre y yo hace veinte, veinticinco años.

Llego al refugio y como, a mis espaldas los 500 metros de la pared oeste del Naranjo. Unos franceses hablan a gritos y dan la nota, para que luego digamos de los españoles. Subo hacia la Corona el Rasu camino del refugio de Cabrones, donde dormiré. Aun con un par de kilos menos la mochila me sigue pesando demasiado. Acaso el problema son los otros 88 que hay que mover. Ojo, que hemos salvado un desnivel de mil metros, me animo en voz alta. Me hace gracia ese “hemos”, esta sana costumbre de hablar solo. Al pie de la Brecha de los Cazadores paro a beber. Sólo el sonido del viento afilando los riscos, el de algún acentor de cumbres y su eco en la roca, el de mi respiración. El aire trae alguna voz del refugio de Urriellu, y parece increíble, ya tan lejos. Llego a la collada Arenera y dudo si ir directo al refugio de Cabrones o intentar subir el Neverón. Aunque es un poco tarde, el desnivel no es mucho. Lo intento. La roca está muy suelta, los agarres no son buenos, y sobre todo me falta gasolina. Doy la vuelta. Volver por el mismo lugar de piedra deshecha me apetece bien poco. La otra opción es bajar directamente por el nevero. Parece que la nieve está bien, pero está muy pindio y no me atrevo. En cada encrucijada de este tipo recuerdo el consejo paterno, “sé prudente y no valiente”. Jugando al mus no hay mayor placer que no seguir esta máxima, pero a la montaña hay que respetarla. El regreso a la collada es tortuoso. Pienso que entre tantos buenos momentos es justo que haya al menos un instante de desaliento al día. En esos casos pienso también qué le diría a Sara para animarla, y finjo el buen animo que entonces mostraría. Ya decía que iba y no iba solo. Por fin en la collada, el camino al refugio es sencillo, llaneando y cruzando algún nevero. En uno doy con una salamandra haciendo penosos esfuerzos por salir de él. La cojo con la mano para ayudarla y me lo agradece mordiéndome.

En el refugio, además del guarda con sus dos hijos, hay un grupo cenando. Una familia de Burgos. Son las ocho. Mientras me cambio de ropa escucho su conversación, entre histórica y libresca. Me cuesta morderme la lengua en algunas ocasiones. Además, el andar todo el día solo me acerca a la gente. Da gusto oír una conversación tan enjundiosa en un lugar como este, les digo, no sé si pensando lo contrario. Viene mi cena. Sopa y garbanzos con cosas, y una manzana. Merece la pena la media pensión, se ahorra un peso engorroso y un espacio necesario. Bromeo con los de Burgos sobre la importancia en estas situaciones de irse a la cama el primero. Quien ha soportado una noche de ronquidos en un refugio, a veces en estéreo o incluso en dolby, sabe de lo que hablo. Había cierta doblez, lo reconozco, en mis palabras, pues bien sabía yo, de haber música de viento, cuál sería su procedencia. En pieza contigua al comedor están las colchonetas, veinte plazas, diez abajo y diez arriba. Los otros duermen todos abajo, acurrucados como palomas. Hace frío. Yo subo y me echo encima además de mi edredón otros dos. Duermo a rachas, pero bien.

jueves, 14 de agosto de 2014

CATALPA

Hace ya tiempo que dejaron de desazonarme mis lagunas en historia, geografía y otros saberes de lo que se conoce por cultura general. Cada vez le cuesta más a uno torcer sus naturales inclinaciones, y la memoria da para lo que da. Como le dice un asturiano a otro en el polo norte, ye lo que hay. Más rabia me da ignorar el nombre de tantos árboles, o no saber reconocer el canto de más que unos pocos pájaros. Será por eso que da tanta alegría saber de uno hasta entonces desconocido. Sentimos al mismo tiempo que cobrarse uno de esos misterios es perder un misterio, pero nos consolamos pensando que son éstos infinitos, y que en materia tan común y primordial somos todos aficionados. Siempre nos sorprenderá un árbol, un pájaro, una planta, siempre habrá un insecto o una flor esperándonos. En palabras de Trapiello, saben que vamos y no nos decepcionan.
El cámping donde veraneo desde hace unos veinte años posee una variedad arbórea riquísima. Es casi un jardín botánico donde las especies autóctonas cohabitan con los árboles que trajeron los indianos a su vuelta de América. Entre estos, la araucaria, el magnolio o el ombú. Hay también uno muy llamativo, de muy buena sombra, con sus grandes hojas en forma de corazón, sus largas y pinchudas vainas otoñales y sus flores blancas con sus dos manchas amarillas o fucsias y sus ribetes morados y discontinuos. Cuando nos dijeron su nombre lo pronunciamos como quien repite para sí las coordenadas donde duerme el tesoro: catalpa, catalpa. 

 

martes, 5 de agosto de 2014

UNA BANDA SONORA DEL VERANO

Unos escriben libros y otros componen discos. Unos poemas, o prosas, y otros canciones. Hay también quien se dedica a recopilar unos y otras. Puestos a pergeñar un disco sobre el verano, no la periódica aberración que se ha dado en llamar “canción del verano” -vade retro-, mundo por ventura agonizante donde los haya, sino de temas que, por razones poco explicables (como poco explicable es la poesía digna de tal nombre) nos llevan de la mano al verano, puestos a recopilar, decía, ese disco, qué diferentes serían entre sí las canciones primera y última, evocadoras del principio y final del verano. Igual que, en un libro de versos, cree uno que deben ser significativos los poemas que lo abren y cierran, esas canciones serían la piedra de toque de la expectación más luminosa y la más venenosa nostalgia. Aquí se proponen dos. ¿Adivinan cuál julio, cuál septiembre?

 
The Jayhawks: "Mr. Wilson", de Smile (2000)
















Lykke Li: "Never gonna love again", de I never learn (2014)

sábado, 2 de agosto de 2014

CONTRA LA ENTRADA ANTERIOR

“Terminar no es lo mío, ni me gusta”, leo ahora en JRJ, después de aseverar como quien dice ayer que sin definición, en el sentido de finalización, válido para lo futbolístico y lo poético (a Alarcos me remito), no se puede sino marear la perdiz. Aunque tal vez se refiriera el poeta, como otras veces, más que a sus poemas, a su obra.

Sea como fuere, creo que debería entrar con la desbrozadora en la carpeta de word titulada “Poética”, tan profusa en rotundidades. Por ejemplo, se afirma en ella que el poema debe intentar expresar una idea concreta, explícitamente o sugiriéndola, pero siempre a partir de lo concreto. “Poema sin asunto es alma y cuerpo sin vestido, es esencia y esistencia absolutas. Y no hay mejor poema”, aforistea, dice ahora el poeta. Y qué sé yo. Quizá no sea tan importante el punto de partida (de diferentes estaciones se llega a un mismo destino). El caso es que en mi caso el punto de partida es el final. Me aconseja otro poeta al que admiro, este vivo, que suelte un poco las riendas, que controle menos los poemas, que no me atenga tanto al plan inicial, y es de esas cosas que uno ha intuido antes pero de las que no hace demasiado caso, quizá por inercia, quizá por pensar vagamente que eso sería precisamente forzar su poesía. Esas intuiciones a las que el tiempo casi siempre acaba dando la razón, casi siempre (vida o literatura) contra nosotros. Pero...