miércoles, 8 de abril de 2015

FELIPÍN

Estaba la plaza preciosa, con su verdín entre las piedras, las yemas de los álamos reventonas y la fuente pregonando a voz en grito el deshielo de la súbita primavera. Llegué a sentarme en una terraza, pero tuve la feliz idea de levantarme antes de que viniera el camarero. No estaría peor en un banco al lado de la fuente, ni me prestaría más la consumición que pegar los morros a su caño. “No tan deprisa”, me susurraba mientras la besaba como tantas noches y días. En ese ensueño de pueblo en la paz del mediodía, con los perros pululando y los niños en sus mundos, unos y otros ojeados de vez en cuando por sus padres, se me acercó un pequeño explorador de la plaza. Llevaba una ramita en la mano. Todo su afán era coger una hormiga. Cuando le pregunté qué iba a hacer con ella, contestó que mirarla por el microscopio. Preferí no indagar sobre el método que emplearía para que se estuviera quieta sobre la platina. Sin más ni más, comenzó a darme una increíble lección de entomología: hay mil quinientas especies de escorpiones, pero sólo unos pocos mortales; aún así, son más peligrosos que las tarántulas, que si te pican sólo te pueden dan, decía, un dolor muy fuerte. Hablaba como un cocodrilo Dundee de ciudad. Me dio la impresión de que si en ese momento hubiera salido uno de esos arañones de debajo de una piedra le habría echado mano sin pensárselo. Como en sus palabras se adivinaba verdadero amor a la naturaleza, le ayudé en su empresa dándole un pequeño envoltorio que había en el suelo. Lo cerró cuidadosamente con la hormiga dentro mientras sus padres y otros dos llegaban hasta nosotros. “Ale, Felipín, nos vamos, no molestes a este señor”. “No me molesta, señora”, le devolví el cumplido. No sé qué era peor, si el Felipín, lo de señor, el trato al niño o el cinismo de la mamá, teniendo en cuenta que, si pensaba que el niño me estaba causando molestia, tardara diez minutos en venir a librarme de ella. Luego hubo un silencio que pretendía acaso recabar información sobre nuestra actividad. No dije más sino “Adiós, amigo”, en tanto que Felipe, que ni me oyó, se iba tan contento con su hormiga, mientras se veía que cavilaba sobre en qué bolsillo meterla. 


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