domingo, 9 de julio de 2017

DIARIO DE CABRONES, I



Salgo a las 6:30. Dado que el radio-cd del Ford Fiesta está bloqueado, echo al asiento del copiloto un reproductor portátil con un pincho cuya música he seleccionado la noche antes. Importante, porque es un viaje de tres horas. La idea es dejar el coche en Fuente Dé, dormir hoy en el refugio de Cabrones, mañana en el de Urriellu y pasado en Celorio, para completar la escapada a Picos por las playas del Oriente asturiano y pasando el domingo tranquilamente en Llanes, antes de volver a Valladolid.

El viaje es pesadete hasta Herrera de Pisuerga. Ahí se coge una provincial que pasa por Cervera de Pisuerga y Potes. El tramo hasta Cervera está salpicado de iglesias románicas como la de Moarves de Ojeda, a cuya rojiza portada se refirió el andariego Unamuno como “encendida encarnadura”. Leo en un panel informativo que su color se debe a que sus constructores sumergían los sillares en cal mezclada con óxido de hierro, lo que contribuía a su mejor conservación. Tras Cervera y su embalse, aún en Palencia, se entra en el Parque de las Fuentes Carrionas. La carretera atraviesa un cerrado bosque de hayas y robles. Apago la música y bajo las ventanillas, que enhebran, flechados, los cantos de pájaros desconocidos, acaso solo traducibles por el androide r2-d2. Comienza luego la subida al interminable puerto de Piedrasluengas (1355m), cuyo alto da lugar a tierras cántabras.

Aparco en Fuente Dé y tomo el teleférico con algo de retraso sobre el horario previsto. Nada importante, son los días más largos del año y tengo hasta las ocho, hora a la que se sirve la cena, para llegar al refugio. Esos 700 metros que salva el cable evitan una incómoda subida por la Canal de la Jenduda. Cuando el expendedor de los billetes pregunta a la pareja que va delante de mí si sacan ida y vuelta y, preguntado por estos, les informa de que se puede bajar andando por dicha canal, les miro el calzado. No olvidarán en su vida esa bajada en que destrozaron él sus zapatos castellanos y ella sus bonitas sandalias y tuvieron que agarrarse en un destrepe a una cuerda que allí había. Se puede informar mejor, pero tengo visto que la gente se mete por Picos de Europa de cualquier manera, y la montaña, que se da entera y por nada, se cobra caras las faltas de respeto.

Ya en marcha, con el circo de la Remoña y la Padiorna a mi izquierda y la mole de la Peña Olvidada a mi derecha, voy recitando un romancillo que escribí aquí mismo, bajando de la Collada Blanca con Sara. Y en este su ámbito, claro, me gusta más. Cuando el camino empieza a empinarse, se van dando la vuelta los que subieron solo por contemplar las vistas y vivir la experiencia del funicular. De repente me adelanta una pareja corriendo. Llevan una pajita que les permite beber sin detenerse, y el artefacto ese que se ponen en el brazo los que salen a correr. Por supuesto que no se fijarán en la clavellina que brota de entre las piedras, en cómo va cambiando la perspectiva de las cumbres, esas cosas. Les importa su reto, no la montaña. Cuando llego a La Vueltona, los encuentro sentados en una roca, reponiendo líquido, satisfechos. Me piden que les saque una foto y me preguntan por la altura de los picos que nos rodean. “El más alto de estos es Peña Vieja, 2613, aunque desde aquí no se ve la cima. El del fondo es el Tesorero, 2570, y separa Cantabria, Asturias y León. El rojizo que hay a su derecha, Horcados Rojos, 2506”. Tienen suficiente. “Vaya memoria, ¿no? ¿Te sabes la altura de todos los picos?” “Qué va. Es porque me las aprendí de niño. Como las capitales.”

Llego al collado de Horcados Rojos en hora y media. Desde aquí ya se ve el Naranjo de Bulnes, que los asturianos llaman Picu Urriellu. Se dice que los marinos, a la hora del atardecer y en los días claros, veían el sol desangrarse sobre su cara Oeste, y que por eso le llamaban el Naranjo. Parece mentira que, en línea recta, el mar esté apenas a 25 kilómetros. Hacia la izquierda queda Cabaña Verónica, el refugio guardado de mayor altitud de la península (2325m), construido a partir de la cúpula metálica de la batería antiaérea de un portaaviones estadounidense. Subo en dirección al Tesorero, pero me desvío hacia un pequeño collado que hay en su cresta derecha, antes de las Peñas Urrieles. Desde él debo ir subiendo y bajando, llaneando en suma, por la falda de los Picos de Arenizas hasta dar con otro collado, tras el quinto y último de ellos, que me permita pasar al de don Carlos, y de ahí al circo de Torrecerredo, desde donde ya todo será bajada. Esta es la parte de la ruta que no conozco, y hay siempre en ello mucho de ilusión y algo de incertidumbre, y por momentos de congoja. Piso algún nevero (nunca había visto tan poca nieve en este tiempo) y voy siguiendo sin problema los jitos, ganando altura, hasta que veo sobre mí una horcada muy estrecha y monda que puede ser la mía. La última parte es muy pindia. Llegar a un collado, o a una horcada, que es un collado estrecho, supone para el montañero un momento de satisfacción a pocos comparable: de repente se divisa lo que la peña tapaba, y esa alegría de horizonte viene refrendada por un aire vivificador. Pero esta vez el viento casi me tira. Me quedo agachado. No me resisto a hacer la foto, porque por primera vez se divisa el macizo occidental, presidido por la aguileña silueta de la Peña Santa de Castilla. La horcada, del otro lado, es casi vertical, impracticable. Ello unido al viento, que tomo por mal agüero, me hace advertir que debo volver sobre mis pasos. No se baja bien, porque la piedra está muy rota. Las piedras pequeñas sobre las lajas hacen que se resbale. Me parece una pena perder altura e intento bordear lo más arriba posible. Buscando el mejor sitio pierdo mucho tiempo. Con la tontería, he perdido el camino. Hasta que a la vuelta de una peña veo un jito un poco más abajo. Sin más aventuras, bajo hasta él y como algo. Conviene tomarse los momentos de desaliento con un sentimiento de justicia: es de ley que ante tantos instantes gozosos haya a lo largo del día uno o dos momentos malos. También funciona imaginar que no va uno solo, y así se obliga a simular entereza y control de la situación. Ya con la tranquilidad de estar en el camino, sigo subiendo por él hasta llegar al collado, más ancho de lo que había pensado.

Otro elemento ineludible en estos pasos son los vivacs, círculos de piedra para cortar el viento en torno a un suelo de tierra, construidos por si se ha de pasar la noche al raso. Ya veo Torrecerredo, el techo de Picos de Europa (2648). Tomo otra barrita energética y acabo el segundo litro de agua. Me tumbo un rato apoyado sobre la mochila a la sombra de una peña. Me entra un delicioso sopor al que me abandono unos minutos antes de continuar bordeando el hoyo, o jou, al que da el collado, hasta llegar a la collada de Caín, final de la canal de Dobresengros. Voy escribiendo temiendo ser acaso demasiado prolijo, hasta que sale uno de estos nombres. Entonces quedo tranquilo, confiado a su poesía. Otro vivac y otra parada para mirar con los prismáticos antes de continuar hasta el collado de don Carlos, terreno ya conocido, con su nevero perpetuo. No se sabe cómo, son casi las seis. A pesar de estar a tiro, renuncio a la idea inicial de subir a la Torre Bermeja, a la izquierda de Torrecerredo. Es lo bueno de las montañas, que siguen ahí para otra vez. Debo bordear el hoyo de Cerredo en dirección a esta cima. Atravieso dos neveros cortos asegurando cuatro o cinco veces cada pisada. La nieve, ni dura ni blanda, da mucha confianza, pero es inevitable mirar hacia abajo y pensar en qué pararía un resbalón. La mano izquierda, apoyada en la nieve, queda insensible. Salvados estos neveros, hay que ir buscando el mejor camino, probando, subiendo y bajando, en lo que se pierde mucho tiempo. Así que al llegar a otro nevero menos pendiente, bajo de a hecho por él hasta abajo del hoyo, sabiendo que aunque luego me toque subir voy a tardar menos y a disfrutar de la bajada. “A tomar por culo”, me animo en voz alta, y me parece cosa curiosa y sana esta costumbre de hablar solo (solo en apariencia, pues pocas veces como en el monte he sentido la propia compañía).

Ya en la parte alta del jou, bordeo por la derecha el siguiente, el mermado glaciar del hoyo Negro, en la otra cara, la Norte, de Torrecerredo. A su derecha ya se ve la sombría mole del pico Cabrones, que da nombre al refugio del que me separa media hora de bajada. Aunque es ésta más rápida que la subida, carga más las piernas, y aplasta los dedos contra la puntera de la bota. Llego justo para la cena. Saludo a una pareja joven y al guarda. Al ir a dejar el saco a la litera veo que ya hay tres personas acostadas. En el monte se lleva la hora vieja. Pocos placeres como el de quitarse las botas y cambiarse de ropa. Cenamos ensalada de tomate, sopa y pasta con mejillones (el plátano lo guardo para mañana). Daría igual una cosa que otra, aquí todo sabe rico. Tras la cena, subo en deportivas hasta la collada del Agua a contemplar la puesta de sol sobre el macizo occidental que enmarca el mar de nubes. Doy con la zona donde hay cobertura y hago los deberes. Cuando me acuesto aún hay luz.

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