domingo, 17 de septiembre de 2017

LA VIDA DE PUNTILLAS



Pasó el verano como pasaron otros, como pasa la vida, de puntillas. (La vida de puntillas, qué buen título si tuviera buen señor, casi tan bueno como La vida a medias). Y en fin en fin, pasando de todo, no pasó nada. Una de esas nadas fue la fuga de Ramón, el periquito, acaso en pos de los levantes de la Lola, su pareja, que le mostró el camino dos años antes en ese mismo lugar. Fue luego un encaramarse a tapias y saltar muros durante horas bajo una lluvia intermitente; un aguzar casi prehistórico del oído por distinguir entre el vergel de silbos del serano el de nuestro amigo; fue, en fin, como amargo pago a mi insistencia, la postrera visión del pajarillo, tan tranquilo entre las ramas de un aligustre, en el patio de una quinta deshabitada. Me acerqué y le hablé. Me reconoció y también me habló. No había envanecimiento en sus palabras, sólo emoción. No sabes lo que es esto, parecía decirme. No lo sabes tú, le respondí: la vida mata. El milagro de haber dado con él a dos manzanas de nuestro patio me hizo confiarme. Tan a la mano estaba que creí que se avendría a ella y a su vida anterior, su vida a medias, la única que nos es dado vivir a todos. Con la alegría de haber dado con él no fui consciente de que no tendría una segunda oportunidad. Mi mano se acercó lenta, y entonces Ramón se elevó sobre unos chopos altísimos con un vigor que jamás habría sospechado dados sus gallináceos vuelos por el salón, ya uno más de aquella algarabía pajarera en el recreo infinito del verano. Lo demás, pena grande: acecho sin fruto, aguacero sin perdón y noche sobre noche sin más esperanza que aquel consuelo leído cuándo, dónde: “Y morir es otra cosa de lo que todos piensan, y más feliz”. 

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