martes, 24 de abril de 2018

RECAPITULACIÓN, II...


Las prácticas de Cristina serían más remanso que aluvión, un cambio de rutina y ecosistema en el aula al que temía pero que acabó siendo beneficioso para todos. Mi relación con el trabajo ha cambiado en los últimos casi tres años. Antes acudía a él con desánimo quevedesco, como quien dice a morir enseñando, y ahora voy con ánimo epicúreo, como quien dice a descansar. Esto es así desde que nacieron las niñas.
Comoquiera que van creciendo, y con ello mengua la casa, la que teníamos, con gustarnos mucho, se iba quedando pequeña. Más pronto que tarde habría que mudarse. Para mayor tribulación, contemplábamos todas las opciones: respecto a nuestro piso de entonces, alquilarlo o liquidar la deuda y venderlo; respecto a la futura vivienda, alquilarla o comprarla, aquí o allá (siempre que evitáramos la jungla del centro), así o asá. Tras hacer números, decidimos alquilar y comprar. Lo primero salió muy bien, y hoy puedo decir que el dinero que dejan caer cada mes los inquilinos da especial gustito. Lo segundo también: a la tercera casa que visitamos sentimos ese flechazo por las cosas que están como esperándonos, con su inusual ausencia de peros. Un patio con un serbal y una buhardilla de 11 metros de largo, para nada enchepatoria y rebosante de libros, eran la guinda. Ya sólo quedaba intentar ajustar el precio, y si bien esa partida de póker no la ganamos, tampoco se puede decir que la perdiéramos. Conseguimos que dejaran la casa con unos muebles cuya adquisición se pondría en cinco dígitos. Era, en palabras de mi señora, un casoplón. Cuando estrechamos la mano del vendedor, vino a decir que en la feria de ganados de Torrelavega todavía se hacían los tratos así. Fue entonces cuando el agente de la inmobiliaria proclamó sonriente: “Bueno, pues ahora lo importante es señalizar la compra con un contrato de arras”.
Y con las arras empezó la movida de la hipoteca.

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